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Presentación

En septiembre de 2018 tuve la oportunidad de adquirir un piano de mesa Érard & Frères (París, 1805), fabricado por el constructor de pianos, arpas y clavecines Sébastien Érard (1752-1831), quien tuvo un papel clave en la evolución de este instrumento en los siglos XVIII y XIX. Tiene un registro de cinco octavas, dos cuerdas para cada nota, dos pedales (resonancia y arpa), mecanismo inglés, una tapa armónica realmente pequeña en comparación con un piano de concierto, afinación del la a 430hz y la posibilidad de utilizar varios temperamentos históricos. Se trata, por lo tanto, de un instrumento con unas cualidades tímbricas, unos efectos y unos colores armónicos muy diferentes a los de los pianos de hoy en día.

Desde la adquisición de este instrumento, he realizado una tarea de investigación performativa que todavía no ha finalizado, experimentando y buscando nuevas aproximaciones interpretativas con obras de compositores como J.S. Bach (1685-1750), D. Scarlatti (1685-1757), C.P.E. Bach (1714-1788), F.J. Haydn (1732-1809), J.C. Bach (1735-1782), M. Clementi (1752-1832), W.A. Mozart (1756-1791) y L. van Beethoven (1770-1827), entre otros.

Inmerso en esta investigación, tuve la posibilidad de ofrecer una pequeña serie de conciertos con este instrumento, uno de ellos en Santa Cecília de Montserrat, y escogí un programa que hacía años que quería llevar a cabo, desde que estudiaba la carrera de piano: una obra de F.J. Haydn que siempre me acompañaba, que admiraba con mucha devoción y que, cuando se programaba en conciertos, lo cual no sucedía a menudo, nunca me perdía. Así fue cómo me adentré en Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz.

La génesis de esta obra se remonta al 1785, cuando la hermandad de La Santa Cueva de Cádiz encargó a Haydn la escritura de una obra para orquesta basada en cada una de las siete frases o palabras que Cristo pronunció en la cruz, como se recoge en varios evangelios. Desde el punto de vista histórico-litúrgico, esta obra se enmarca dentro de la práctica religiosa llamada “ejercicio de las tres horas”, extendida en España a partir de mediados del siglo XVII. La práctica consistía en una celebración que se realizaba desde las 12 del mediodía hasta las 3 de la tarde del Viernes Santo y en la que se leían las siete palabras, seguidas de un sermón y de una pieza musical que facilitaba la meditación y la introspección a propósito del texto. Se cree que la obra de Haydn se estrenó en Cádiz el Viernes Santo del año 1786.

Actualmente podemos encontrar cuatro versiones de esta obra publicadas en el siglo XVIII: para orquesta, que es la original (con número de catálogo Hob. XX: 1); para cuarteto de cuerda, realizada por el propio Haydn (Hob. XX/1B – opus 51); para fortepiano, autorizada por el mismo compositor (Hob. XX/1C), y, finalmente, la versión oratorio, escrita por Haydn diez años más tarde que el original y estrenada en Viena en el año 1796 (Hob. XX: 2). Las tres primeras fueron publicadas en el 1787 por la editorial vienesa Artaria, y la última, en el 1801 por Breitkopt & Härtel.

Para este disco, he trabajado a partir de una revisión de la obra, basándome en la primera edición para fortepiano, que contenía ciertos errores e imprecisiones y que he confrontado con los manuscritos y las primeras ediciones de las otras tres versiones. He modificado y añadido varias articulaciones del texto musical, retocado algunas notas y armonías erróneas y readaptado ciertos pasajes que eran distintos en la versión para orquesta, con la intención de conseguir un efecto más similar al original. También he hecho la transcripción del interludio situado entre las sonatas IV y V, escrito más tarde por Haydn, que aparece en la versión de oratorio y que nunca se ha publicado ni grabado en las versiones para piano.

Esta interpretación de Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz se fundamenta en tres ejes que son clave para la comprensión de la obra: la adecuación del texto musical al piano de mesa Érard & Frères de 1805; el hecho de plasmar el carácter de introspección y meditación de la obra, definido por el propio Haydn, y la aplicación directa de un exhaustivo análisis retórico previo.

En el proceso creativo que he realizado en relación con el primero de estos aspectos, me he basado en una investigación constante de los efectos que se pueden obtener, teniendo en cuenta todas las posibilidades técnicas y expresivas que el instrumento permite y todo aquello que pide la obra. Han tomado mucha importancia las articulaciones musicales, es decir, el hecho de explicar con claridad la gestualidad de cada una de las notas en relación con la siguiente, rehuyendo de la idea del legato de frase, puesto que el instrumento no lo permite. Otro elemento destacable ha sido la concepción de las dinámicas como acumulación de resonancia sonora y no simplemente como una cuestión de volumen; el ejemplo más evidente de ello es el terremoto, donde se busca un efecto que simule este fenómeno natural mediante la articulación, la cual potencia la claridad rítmica, en combinación con el pedal de resonancia. Y finalmente, la utilización del pedal de arpa: un efecto que nos evoca el sonido de un laúd, efecto que también encontramos en algunos clavicémbalos, pero que no existe en los pianos actuales. En este caso, puesto que esta obra fue escrita originalmente para orquesta, se ha utilizado este recurso en los momentos donde la cuerda hace pizzicatos, imitando así este color y textura característicos.

En cuanto a los otros dos aspectos que han fundamentado mi interpretación de la obra —la plasmación de su carácter introspectivo y la aplicación del análisis retórico—, el jesuita y teólogo Xavier Melloni y el doctor Rubén López-Cano los desarrollan en las páginas siguientes, en los textos “La música como acceso a lo sagrado” e “Interpretación retóricamente informada, tempesta, ombra y Haydn”.

Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz, de F.J. Haydn, es una obra de infinita profundidad, tanto desde el punto de vista del intérprete como del oyente. Este CD pretende abrir una puerta a un viaje de introspección, con momentos de duda, sombra y tempestad y otros de luz y afirmación.

Roger Illa Prats

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La música como acceso a lo sagrado

Desde siempre, en todos los tiempos y en todos los rincones de la Tierra, la música ha sido un modo de aproximarse a lo sagrado. Sagrado es lo que nos sobrecoge abriéndonos más allá de nosotros mismos. Se trata de una experiencia límite que en el arte está relacionada con la noción de lo sublime.

La audición que aquí se ofrece es inseparable del marco litúrgico del que surgió: las Siete Palabras de Cristo en la cruz son una pieza clave de la vivencia de la Semana Santa, que antiguamente se preparaba a partir de los cinco viernes de Cuaresma. Llama la atención que a finales del siglo XVIII Haydn fuera solicitado desde Cádiz. Nos hace caer en la cuenta de lo trabado que estaba el sustrato de la vieja Europa. Para un austríaco inmerso en la corte austro-húngara, la sobriedad del marco que se le ofreció donde inscribir su obra no deja de ser impactante: la catedral de Cádiz recubierta por dentro de paños negros y con una gran lámpara prendiendo del techo, en una celebración casi a oscuras de tres horas de duración.

Todo esto es fundamental para poder captar esta obra que se nos ofrece a través de la sobriedad de un teclado de piano. De otro modo no es posible adentrarse en ella. Para captar su significado también hay que acercarse a su contenido originario.

Son las palabras que Jesús pronunció en cruz. Provienen de una síntesis de los cuatro evangelios. En la cruz, el cristianismo trata de universalizar la experiencia humana ante el dolor, el fracaso y la muerte. No se trata de una exaltación del dolor, sino de propiciar una sanación homeopática: contemplando el dolor del Hombre-Dios, el ser humano puede acercarse a su propio dolor y darle significado.

Las Siete Palabras –que propiamente no son palabras, sino frases– trazan un recorrido que atraviesa la experiencia del dolor humano para transformarlo.

1. El inicio es el perdón, el desprendimiento de todo resentimiento: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Uno sólo puede acercarse a la muerte reconciliado.

2. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Están dirigidas al llamado buen ladrón, alguien que compartió su suerte con Jesús y que, en lugar de quejarse, se compadeció de Cristo. Este compadecimiento le abrirá las puertas del cielo, porque el cielo no es sino el lugar del amor.

3. “Mujer, aquí tienes a tu hijo; hijo, aquí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). Dirigidas a María y a su discípulo preferido, estas palabras muestran que desde la cruz Jesús sigue atendiendo a los demás. Su dolor no le encierra en sí mismo, sino que le abre a los que están junto a él. Esto revela la capacidad compasiva que genera el dolor.

4. “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46 y Mc 15,34). Aquí se recoge el clímax de la desesperación. No se halla al final ni al comienzo, sino en el centro, como un grito necesario por el que pasó Jesús para experimentar realmente el dolor. De otro modo no podía transformarlo.

5. “Tengo sed” (Jn 19,28). En todo dolor hay una petición de auxilio, una conciencia desesperada de la propia necesidad. Si no sabemos expresar lo que necesitamos, nuestra confusión es todavía mayor. No podemos esperar que los demás interpreten nuestras propias necesidades. Es fundamental ponerles nombre.

6. “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30). Es imprescindible completar las etapas que vivimos. Solo podemos pasar a la siguiente si hemos vivido plenamente lo que habíamos de vivir, si hemos aprendido todo lo que debíamos aprender.

7. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Al final se alcanza la entrega total. El ser humano se completa a sí mismo cuando es capaz confiar y de abandonarse a una Presencia mayor que nosotros y que nos sostiene, aunque no la percibamos. Tal fue el vínculo que Jesús sintió toda su vida con Dios y por eso lo llamó “Padre”.

Interpretado con vigor, la pieza final expresa el acabamiento completo de todo el ciclo. Lo que advenga, ha de empezar completamente de nuevo. Tras el terremoto, no queda más que silencio. Solo así podrá surgir lo inédito.

La magistral interpretación que hace Roger Illa muestra su implicación en la obra, tanto en la elección de esta pieza como en el modo de recrearla. Es una pieza que nació de la meditación y que convoca a la meditación. En sus manos, cada nota consigue expresar los densos matices que se hallan condensados en estas Palabras. Nos regala una música que sana el dolor que todos llevamos dentro.

Javier Melloni Ribas

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Interpretación retóricamente informada, tempesta, ombra y Haydn

Diversos tratados de los siglos XVII y XVIII adaptaron terminología retórica al estudio de la música, convirtiéndola en un tipo de discurso persuasivo. La musicología del siglo XX reconstruyó algunos de sus principios como la generación de ideas argumentales (inventio), su distribución en el momento más eficaz (dispositio) y, por supuesto, esas formas de elocución excepcional en las que las normas gramaticales saltan por los aires para ceder el paso a expresiones excéntricas, elegantes y sumamente convincentes que llamamos figuras retóricas (decoratio). Sin embargo, los teóricos apenas se ocuparon de la pronuntatio: los principios de la performance del orador. Desvelar sus secretos fue la tarea de grandes músicos como Nikolaus Harnoncourt, quien señaló la importancia de la retórica para la comprensión e interpretación de la música anterior al siglo XIX. La generación de Philippe Herreweghe y Jos van Immerseel experimentó más sistemáticamente con la retórica convertida en performance musical, al tiempo que reflexionó públicamente sobre ello.

¿Pero qué significa interpretar la música retóricamente? El musicólogo Nicholas Cook llama interpretación retórica en general a los estilos interpretativos previos a la era fonográfica. Entonces la música se distribuía en actuaciones efímeras que se desvanecían en el tiempo y los y las intérpretes hacían una lectura más flexible de la partitura: sacrificaban la precisión y exactitud por gestos amplios, arrebatados y continuamente contrastantes. Toda la gestión de la agógica, el fraseo y la articulación estaba en función de una expresividad hiperbolizada. Registro de ello queda en las primeras grabaciones de pianistas y cantantes. Cuando la reproducción fonográfica se extendió y cada interpretación se transformó en un documento estable que se podía consultar o escuchar una y otra vez, las prácticas interpretativas cambiaron drásticamente y se volvieron más cuidadosas, medidas, estables y, como consecuencia, previsibles.

Pero de lo que hablamos aquí es de lo que Rafael Palacios llama interpretación retóricamente informada: la aplicación minuciosa de principios de la vieja retórica musical en la toma de decisiones interpretativas sobre el instrumento. Esta nueva generación, de la cual forman parte también los fortepianistas Bart van Oort o Tom Beghin, está desarrollando formas de elocución musical que se fundamentan en el amplísimo espectro de la declamación en música o, en palabras también de Cook, las infinitas posibilidades de las melodías habladas y los discursos cantados.

Las soluciones interpretativas que proponen están claramente inspiradas en diversas formas de declamación de piezas poéticas, prosa, odas fúnebres y alabanzas, y en elocuciones actorales enfáticas; todas ellas cambiantes y siempre sorpresivas. Cada pieza musical es concebida como un pequeño drama, una historia sin palabras cuyo objetivo es conmovernos en lo más profundo por medio de la persuasión retórica. El origen vocal y dramático de la versión para piano solo de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz (1787), de Franz Joseph Haydn, la hacen ideal para ser abordada con estos principios. Con la presente grabación, Roger Illa se integra con pleno derecho a estas modalidades de interpretación elocuente.

Como su oído podrá comprobar, la interpretación de Illa se caracteriza por una gestión prosódica de la agógica y la acentuación. Los silencios no son más la mera ausencia de sonido: en sus manos se convierten en intensos recursos expresivos repletos de emociones inexpresables por otros medios. La belleza de las líneas melódicas y sus contornos proporcionados se sacrifica a favor de una fragmentación expresiva, acentos espontáneos, diminuendos y rubatos súbitos que indican incertidumbre y duda. Nos introducen en laberintos impredecibles dejándonos a merced de la zozobra hasta que la siguiente exclamación o disonancia nos sobrecoja de nuevo para instalarnos frente a nuestros propios miedos, fantasmas, culpas o dulces esperanzas.

El registro expresivo de la obra oscila entre la ombra y tempesta, estilos que hasta hace algunos años sintetizábamos erróneamente con el término Sturm und Drang. Se trata de tipos musicales originados en las primeras óperas del siglo XVII que pronto inocularon la música instrumental y de los cuales Haydn fue un verdadero maestro. La ombra se refiere a escenas de misterio en las que oráculos o magos escrutaban el futuro para lanzar profecías. En la tempesta, en cambio, las fuerzas naturales se desatan violentamente. Agitan vientos, estremecen las aguas, escupen rayos y truenos y azuzan bestias marinas y terrestres para arremeter contra todo. Ambos registros son formas de explorar el terror que conecta con la estética de lo sublime, lo que trasciende a toda proporción humana. Cada nota de esta bellísima grabación nos convence de ello.

Rubén López Cano

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